La nueva cocina puertorriqueña nace de todos

Más que arroz y habichuelas, la cocina puertorriqueña es un guiso seductor de sabores que se entremezclan con el pasado y el presente. Desde los taínos hasta la más reciente revolución culinaria, la dieta local es una historia que explica el por qué de muchas cosas. Es un reflejo de nuestros sueños individuales y colectivos a través del tiempo.


Todos podemos contar esta historia culinaria de un ángulo muy distinto. Las tradiciones de nuestras madres, las comidas familiares, la exposición a los restaurantes nuevos, el renacimiento de los huertos urbanos y hasta la experiencia de migración son vivencias que se entrelazan bellamente para ilustrar esa nueva constitución que hace a la cocina puertorriqueña.

En esa conexión cultural, en cada una de esas historias, está la interpretación culinaria. No tiene que ser una historia complicada o una experiencia sublime. Puede tratarse incluso de una persona clave en la vida de todos nosotros que directa o indirectamente haya influenciado la manera en que pensamos nuestra dieta, nuestros ingredientes y nuestros sabores.

En mi vida, esa persona es mi abuela. Lo cual es curioso porque mi abuela no es necesariamente la cocinera más sofisticada. Isabel era una mujer ocupada. Con dos salones de estilismo en el área de Condado, en una época donde esto no era para nada una profesión glamorosa, mi abuela interpretaba la cocina puertorriqueña de manera sumamente sencilla. Todo se basaba en los ingredientes y en lo rápido que podías transformarlos en una comida completa.

Un aguacate, una batata, unos gandules se convertían fácilmente en un puré, una sopa o en el plato principal con un poco de ajo y aceite de oliva.

Su filosofía con todo era “hay cosas en la vida que no hay que complicar.” Los alimentos que venían de la tierra eran algo particularmente sagrado para ella. Lo único que se necesita para disfrutarlos es una buena dosis de hambre.

Mi abuela tampoco creía mucho en alimentos enlatados, a menos que se tratara de las benditas galletas export sodas de Rovira. La comida-comida, según ella, no viene empacada. La comida de verdad se siembra o se consigue con facilidad en el huerto del vecino o en la Plaza del Mercado. Isabel venía del campo y en el campo de sus tiempos, casi siempre había que buscar la comida.

Sus cuentos de niña en el barrio Canovanillas eran mis favoritos. Mientras los niños de mi generación podían contar con una alacena llena de espaguetis en lata o envases de queso Cheese Whiz, mi abuela te podía hacer un par de cuentos acerca de sus increíbles hazañas de cacería y sobrevivencia. Olvídate de Chapulín o Turey El Taino, mi abuela era una verdadera heroína.

En su barrio al norte de la Isla, la choza de su familia no tenía piso. Donde acababa la pared de madera, comenzaba el piso tierra y sus pies descalzos siempre estaban enfangados. Sin embargo, éste no era un mundo triste, al menos en sus recuerdos.

Este mundo solo era distinto. Mientras sus papás trabajaban, ella y sus hermanos salían a buscar aventuras por el monte sin la supervisión indiscreta de los adultos. El río era como su piscina personal y las ramas de los árboles eran otra forma de entretenimiento. Rodar cuesta abajo con una hoja de yagua era también lo más divertido y a la hora de la merienda, los huertos de los vecinos estaban abiertos para el peregrino. Nunca le falto nada.

Eso sí, se comía con hambre. No había la abundancia que gozamos hoy día, pero eso solo hacía que los alimentos supieran más deliciosos. Cada fruto de la tierra era un tesoro y los alimentos que conseguía en el agua o el cielo eran igual de importantes.

Quizás por eso, entre sus objetos más preciados, estaba la resortera artesanal que le regaló su hermano Cruz. Ella y Cruz podían estar horas asomados en la ventana esperando que una familia de palomas se posaran en el tendedero de ropa. En el momento menos esperado, le atinaban y eso era pura fiesta--¡barbacoa de paloma para todos los hermanos! Las desplumaban, las sazonaban bien con ajo y sal y ya tenían la especialidad “gourmet” de la casa.

La vida podía ser simple si uno luchaba por eso.

Sabrán que de pequeña yo también me tuve que conseguir una resortera en la ferretería de la esquina. No me pude resistir. ¡Pero que “Dios libre” me fuera yo a comer una paloma! Mi mamá, por supuesto, jamás lo iba a permitir. Cuando yo me criaba, la vida en la “loza” metropolitana ya era muy diferente. Además, se trataba de los años 80 cuando el mundo entero había quedado fascinado con los microondas y los TV dinners, y la idea de comer algo remotamente parecido se escuchaba bastante barbárico.

En mi casa, aunque todavía se cocinaba casi todos los días, nunca fue un pecado intercalar las comidas de siempre con un paquete de arroz Lipton, macaroni and cheese, Chef Boyardee y otro sinnúmero de comidas prefabricadas, especialmente cuando tus padres trabajaban más de 60 horas a la semana. En un mundo tan complicado, estos atajos eran aceptables.

Todas estas conveniencias modernas me llevaron, incluso, a cuestionarle a mi abuela por qué seguía sembrando gandules en el patio cuando podía ir al supermercado y simplemente comprar una lata. ¿Para que pasar el trabajo de sembrarlos, sacar los granos de la vaina, además de limpiarlos y ablandarlos?

Mi abuela había migrado del campo a la ciudad, se convirtió en una mujer trabajadora, se adaptó a un mundo nuevo y había hecho a sus hijos profesionales, pero todavía no podía desprenderse de la tierra. Ya fuese en un apartamentito o en una casa, mi abuela sembraba lo que fuera hasta en latones de galleta.

Su respuesta siempre era “hay que hacerlo”. Nada te da más seguridad y estabilidad física, emocional y económica que un pedacito de tierra o al menos tu conexión con la tierra. No importa el trabajo que tengas, el dinero que te ganes o a dónde quieras llegar. Es ese pedacito de tierra, los alimentos que cosechas y lo que te comes, lo que va a nutrir todo lo que hagas.

Con la tierra también se aprende paciencia, se aprende respeto por los alimentos y a los que lo cosechan. Se aprende a levantarse temprano para velar y cuidar lo que es importante. Esta conexión te mantiene equilibrado, enfocado.

La inspiración para los sabores y los platillos nace, entonces, con la misma naturalidad con la que crece una cosecha. Si esa temporada te falta un ingrediente, es la oportunidad perfecta para utilizar algo nuevo y crear una nueva combinación. Así, tu dieta va evolucionando y se hace más interesante con todos esos ingredientes que la tierra te brinda año tras año.

Esta es la filosofía culinaria de mi abuela y yo se la tomé prestada.

Como esta historia, hay muchísimas en mi Isla. Hay autores, defensores y legados. Las veo en lugares como Abracadabra o Cocina Abierta. Las veo en las degustaciones del Chef Vivoni o en el mercado de alimentos La Tierra Prometida en Aguadilla. Publicaciones como Mi Puerto Rico Verde y Agrochic también son parte de la historia, y nada me llena de más orgullo. Algo bueno está pasando, mi gente.

¿Cuál es tu historia?

4 comments:

  1. Esta precioso este escrito, María José. Que bendición crecer con la riqueza de experiencias de tu abuelita. Algo bueno esta pasando, indeed.

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    1. Gracias Adriana!!!! Sí, es súper emocionante. Y tu blog es otro que refleja muy bien esta evolución. Me da mucha alería leer cada uno de tus posts! Son a otro nivel. :-) Un abrazo!

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  2. Comparto tu historia. Mi abuela murió hace dos años con la edad de 94. Le doy gracias a Dios que pude disfrutar de habichuelas ablandadas por ella, gandules ablandados y bollas de plátano, guineitos y plátanos del patio de su casa al igual que la rajita de aguacate. Que me inculco que cuando el "palo" daba había que llevarle una manito a cada hermana de ella, familiar o vecino. Esos tostones de pana del patío que solo ella me hacía...recuerdos de los buenos. Linda historia la tuya María. :)

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    1. Gracias!!! Ya me diste hambre con los tostones de pana! :-)

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